La Ilusión del Paddle Perfecto en Panamá
En algún punto entre el susurro de las palmas y el chapoteo lejano de los delfines, me cayó el balde de agua fría: el paddle perfecto no existe. Es una especie de espejismo que nos venden las revistas de viajes y los amigos bien intencionados que te dicen que la próxima bahía, la próxima isla, o la próxima marea será la indicada. Panamá, con su costa interminable y fondo de selva tropical, atrae a los paddleboarders como un canto de sirena caribeña. La promesa es tentadora: aguas tranquilas, brisas cálidas, horizontes infinitos. Pero aquí está el giro: ¿y si el paddle perfecto no es algo que se persigue, sino algo a lo que te entregás?

La obsesión del paddleboarder
Hay una locura especial que le da a quienes hacen paddle. No llega como una tormenta—empieza calladito, como un susurro en la parte de atrás de tu cabeza. Un momento estás viendo cómo alguien se desliza perfecto por una bahía de agua cristalina, y al siguiente ya estás buscando vuelos a Panamá. Es una especie de romance: impulsivo, obsesivo, imparable. Empezás a ver el agua distinto. Ya no es solo para flotar—es un escenario, y vos sos el actor que quiere dar la función perfecta.
La obsesión escala rápido. Las tablas de mareas se vuelven tu Biblia, los pronósticos de oleaje son tu evangelio, y tu pantalla del celular es un altar de cámaras en vivo y mapas de viento. Hablás de ángulos de remada y patrones de viento mejor que tus amigos hablan de sus relaciones. Ya no es un pasatiempo. Es una misión. Un peregrinaje para encontrar esa sesión ideal: agua perfecta, condiciones ideales, y ese deslizar que se siente como magia.
Yo caí en esa ilusión de cabeza, convencido de que Panamá escondía la experiencia suprema—esa en la que el agua es clara, la costa virgen y la marea perfecta está ahí, esperándote. Pero como todas las ilusiones, esta también vino con su golpe de realidad.
La fantasía del paddle perfecto
Pongamos algo en claro: el paddle perfecto es un mito. Es una idea brillante y lejana que nos meten en la cabeza las fotos filtradas de Instagram y los blogs de viajes que muestran a paddlers deslizándose por aguas que parecen espejos. En mi mente, la sesión perfecta de paddle era con agua plana, sin viento, y un horizonte que no se acaba—donde cada remada se siente sin esfuerzo y mis pies se mantienen centrados en la tabla como si hubiera nacido para esto.
Pero no se trata solo de las condiciones. Se trata de la sensación. Es ese momento en que todo fluye: el agua, el viento, tu cuerpo, todo en armonía. Yo creía que en las aguas cálidas de Panamá iba a encontrar esa perfección esquiva. Pero ahí está el detalle: no es un tipo de perfección que puedas controlar.
El problema de perseguir ese paddle perfecto es que siempre termina en decepción. No importa qué tan buenas estén las condiciones, nunca es suficiente. Si el agua está clara, el viento no coopera. Si el viento está perfecto, el oleaje está raro. Y cada remada que no se siente “perfecta” te hace desear algo que nunca termina de llegar. En el momento en que creés en el paddle perfecto, cualquier sesión que no encaje con esa idea se siente como un fracaso.
¿Por qué Panamá?
Panamá no solo te invita a remar—te seduce. Te hace creer que el paraíso está justo después de la próxima ola, la próxima bahía o ese rincón escondido que todavía no has explorado. Es un país moldeado por la naturaleza para jugar con tu mente de paddleboarder. En el lado del Pacífico, te reciben aguas tranquilas como espejos, que parecen hechas para deslizarte sin esfuerzo. Es casi demasiado perfecto. El océano te susurra como sirena: “Remá un poco más... ahí está la sesión perfecta.”
Y luego está el otro lado de la moneda: el Caribe. Salvaje, impredecible, cargado de energía. El Caribe panameño ofrece otro tipo de emoción. Las olas desafían tus habilidades y te empujan a salir de tu zona de confort. Nada es constante. Un momento estás flotando sobre un mar de cristal, y al siguiente, estás luchando contra el viento y el oleaje como si cada remada fuera una batalla. Es la clase de aventura que te obliga a abrazar el caos. Un lado te da calma. El otro, adrenalina. Y es esa tensión entre ambos extremos lo que te llama una y otra vez, empujándote a seguir buscando.
Esa dualidad es parte de la magia. Hacés SUP en el Pacífico por la mañana, disfrutando del agua tranquila. Y para la tarde, ya estás en el Caribe, cortando las olas con tu tabla como si fueran cuchillos. El día se convierte en una coreografía de contrastes. Lo que era calmo en la mañana, ahora es puro movimiento. Y con cada cambio, vuelve la promesa de la sesión perfecta, susurrándote que si remás un poco más o esperás la siguiente marea, todo va a encajar.
Panamá está hecho para mantenerte adivinando. Justo cuando creés haber encontrado tu rincón perfecto, te das cuenta de que siempre hay otro más allá, otra costa que te tienta con algo diferente. La belleza de este país, y de esta experiencia, es que nunca estás demasiado lejos de una nueva aventura. La sesión perfecta nunca está completamente fuera de alcance—siempre está ahí, a la vuelta de la esquina. Y esa promesa constante es lo que te empuja a seguir remando, a seguir persiguiendo ese próximo gran momento.
¿Entonces, por qué Panamá?
Porque en un lugar donde dos costas bailan entre la calma y el caos, nunca escapás del hechizo de la sesión perfecta—siempre está a solo una remada de distancia.

Promesas Brillantes vs. Arena en el Neopreno
Si alguna vez has visto un blog de viajes sobre Panamá, seguro te dejaste seducir por su belleza: aguas azul turquesa, playas perfectas, palmeras que se mecen con el viento… y tú, con el remo en mano, deslizándote sin esfuerzo sobre el agua. Las fotos lo hacen ver como el paraíso del paddleboarding, donde cada remada es suave, cada ola tranquila y cada momento bañado en sol dorado. Un sueño, ¿no? Un lugar donde lo más difícil es decidir si remar a la izquierda o a la derecha.
Pero aquí viene el detalle: todo eso es un mito. Las imágenes perfectamente editadas, las aguas impecables, las playas vacías—son la historia bonita que nos venden. Lo que no te muestran, lo que queda fuera del marco con filtro, son los momentos reales. El sudor. La frustración. Ese enredo de expectativas que te hace preguntarte si ese “paraíso” que soñaste realmente existe. Porque la verdad es que una sesión de paddle perfecta en Panamá—igual que en cualquier otro lugar—rara vez se parece a la que imaginás. Muchas veces se parece más a tener arena hasta en el alma que a momentos de postal.
Recuerdo caminar por senderos llenos de barro, selva espesa y zancudos zumbando como helicópteros miniatura, todo buscando esa cala soñada. El aire era denso, húmedo, y cada paso una lucha contra el lodo resbaloso. Llegué al agua empapado en sudor, ya dudando de mis decisiones en la vida. Pero ahí estaba, pensando: “Este es el lugar. Aquí es donde pasa la magia.” Solo que al llegar, la realidad me dio una bofetada. El mar estaba picado. El viento soplaba sin rumbo, como si tuviera agenda propia. Yo me había imaginado una laguna serena, espejo perfecto para mi tabla. Pero lo que encontré fue más como una lucha libre con el océano.
Y en esos días raros—cuando todo sí se alinea: el agua calma, la brisa suave, el oleaje como esculpido por los dioses—ni yo me lo creía. Salía a remar con el corazón acelerado, y aún así, mis expectativas eran tan altas que nada parecía suficiente. Cada remada sentía que tenía que ser épica. Las olas, aunque hermosas a su manera, parecían burlarse de mí, como si supieran lo mucho que estaba tratando de exprimirles perfección.
Es fácil dejarse llevar por las promesas brillantes de la sesión perfecta. Pero la realidad… es otra cosa. A veces toca abrirse camino por la jungla buscando ese lugar que “tal vez” tenga buenas condiciones. A veces es pelear contra vientos que cambian de dirección antes de que puedas decir “choppy”. Y a veces simplemente es aceptar que el mar no está ahí para cumplir tus expectativas—el mar hace lo suyo, contigo o sin ti.
Al final, la sesión perfecta no se trata de que todo salga bien. Se trata de aguantar el camino, reírse de los tropiezos, y encontrar alegría en los momentos caóticos e imperfectos. Porque el paraíso no es una foto bien encuadrada. Está en lo real. En el sudor, en la risa, en la arena dentro del traje… y en la aventura que viene con eso. Cuando dejás de perseguir el mito y abrazás lo que hay, ahí es donde empieza la verdadera magia del paddle en Panamá.
La Obsesión del Paddleboarder
Obsesionarse con el paddle es tan real como lo es con el surf. Revisás los reportes de agua, los patrones del clima, los vientos, como si fueras un detective intentando armar el rompecabezas de tu próxima sesión perfecta. Es una obsesión completa que se te mete en la piel. Mi pantalla del celular estaba llena de apps como Windy y MagicSeaweed, rastreando cada cambio en la marea como si estuviera descifrando un código secreto del océano.
Pero aquí está el detalle: incluso cuando las condiciones eran buenas, yo no podía parar. Mientras más analizaba los datos, más dudaba de mis decisiones. ¿Estaba en el lugar correcto? ¿Había una ola mejor al doblar la esquina? ¿Estaba usando la tabla ideal? Ya no estaba remando—estaba cazando, calculando, pronosticando. Y nada mata más la magia del paddle que preguntarte si te estás perdiendo algo mejor en otro lado.
La Remada que lo Cambió Todo
Y entonces, llegó el día en que solté todo. Llevaba meses persiguiendo esa sesión soñada—agua lisa, olas perfectas, ese momento mágico donde todo se alinea. Pero ese día, tomé una decisión: dejar de planear, de revisar pronósticos, de esperar perfección. Estaba en Bocas del Toro, en Bluff Beach, parado frente al mar con una tabla soft-top que había alquilado más por impulso que por lógica. El cielo estaba nublado, el mar lejos de estar en calma, y el viento soplaba como loco. Pero por alguna razón, ya no me importaba.
No revisé la marea. No abrí ninguna app. No me importó si era la tabla correcta. Solo estaba yo, la tabla y el mar haciendo lo que le daba la gana. Remé sin esperar nada, sin presión. El agua estaba revoltosa, las olas desordenadas. Normalmente, ni me habría metido. Pero esa vez, en lugar de buscar perfección, simplemente acepté lo que había. El mar estaba vivo, caótico incluso, y eso lo hizo más hermoso.
Ya no me importaba hacerlo “bien”. Dejé de escuchar esa voz interna que me exigía atrapar todas las olas, remar perfecto, lograr una sesión de revista. Me caí más de lo que quisiera admitir—las olas me revolcaban, perdía el equilibrio… y en vez de frustrarme, me reía. Me reía en serio. Me reía de mis torpezas, de lo desordenado de todo, de lo absurdo que era intentar controlar el océano. No había cámara. No había foto para Instagram. Nadie para impresionar. Ni siquiera a mí mismo. Solo yo, disfrutando estar en el agua.
Las olas no eran perfectas—eran salvajes, raras, incómodas. Pero en esa incomodidad encontré algo especial. No era la gracia que ves en las revistas de surf, todo perfectamente coreografiado. Esto era otra cosa. Era gracia cruda. Real. Libre. No estaba haciendo nada espectacular, solo estaba sintiendo el mar. Y en eso encontré algo mucho más profundo que cualquier sesión “perfecta”.
Ese día, la persecución terminó. Se desvaneció esa urgencia de buscar la sesión soñada. Y entendí algo que se me había escapado por mucho tiempo: la sesión perfecta no existe. Lo que sí existe—y lo que de verdad importa—es la alegría de estar ahí, en el agua, remando con lo que el mar te da. No importa si las olas están desordenadas, si el viento sopla mal, o si nada sale como lo esperabas. Lo que importa es tener la libertad de remar, sin expectativas, sin necesidad de nada más que ese momento presente.
Ese día en Bluff Beach, todo cambió. Me di cuenta de que la perfección nunca fue el objetivo. El objetivo siempre fue el viaje. El simple, imperfecto y hermoso viaje. Y fue justo cuando dejé de perseguir la perfección, que por fin encontré lo que tanto buscaba: no el paddle perfecto, sino el placer de remar por remar.
Los Locales, las Pausas y el Soltar
Los locales siempre lo supieron. No se obsesionaban con los pronósticos, las condiciones o la sesión perfecta. Simplemente salían a remar cuando les nacía, aceptando lo que el mar tuviera para ofrecer. En sus ratos libres pescaban, dormían la siesta o simplemente disfrutaban del paisaje. Nadie andaba buscando la perfección, porque para ellos, ya estaba ahí.
Y fue entonces que empecé a entender ese ritmo. Dejé de perseguir y comencé a encontrarme con el mar tal como estaba. Pasé más tiempo escuchando el ritmo de las olas y menos tratando de controlarlas. Ya no se trataba de tener la tabla ideal, la marea perfecta o la sesión soñada. Se trataba de estar presente, de sentir el agua debajo de mí, y de encontrar alegría en cada momento, aunque fuera imperfecto.
Redefiniendo la “Perfección”
¿Pero qué es realmente una sesión de paddle perfecta? Por mucho tiempo creí que se trataba de las condiciones—aguas lisas como espejo, deslizamientos suaves que te hacían sentir como si flotaras en el paraíso. Imaginaba que el paddle perfecto era como una escena de revista o una historia de Instagram: cielo despejado, agua transparente, cada remada sincronizada con la música del alma. Me obsesioné con capturar ese instante, ese momento digno de envidia, con caption bonito y hashtag incluido.
Pero cuanto más tiempo pasaba en el agua—especialmente en Panamá—más me daba cuenta de que la perfección no tenía nada que ver con eso. Era algo mucho más profundo. Más real.
La verdad que descubrí es simple, pero poderosa: la sesión perfecta no se define por el agua calma, el viento ideal o las olas soñadas. Se define por lo que sentís en el cuerpo y en el corazón. Por cómo encontrás equilibrio en la tabla, por cómo tus remadas se sincronizan con el ritmo del mar. Por esa paz que se te instala en el pecho cuando solo escuchás el agua y el latido de tu propio corazón. Es un estado de presencia total. Es remar sin pensar en antes o después. Es una meditación en movimiento.
En Panamá lo entendí de verdad. El mar muchas veces estaba lejos de ser “perfecto”—picado, ventoso, a veces hasta un poco salvaje. Pero en medio de ese desorden, había belleza. Y entre más aceptaba lo que el mar me ofrecía, más comprendía que la perfección que yo buscaba no estaba en las condiciones, sino en mi capacidad de soltar. De moverme con el agua, no contra ella. Aprendí que la perfección no se encuentra, se crea—estando presente, aceptando lo que hay, y conectando con el flujo del momento.
Ya no espero la ola ideal ni el amanecer perfecto. Ahora se trata de subirme a la tabla, sentir el agua, adaptarme a lo que venga, y encontrar paz en el simple hecho de remar. La magia no está en el mar. Está en cómo lo vivís. Es una danza donde soltás el control, confiás en el presente y te entregás a la experiencia tal como es.
Y fue ahí, al dejar de perseguir la perfección, que por fin la encontré. No en el agua perfecta, ni en el clima soñado, sino en mi forma de estar en ese momento. La sesión perfecta no necesita que todo esté alineado. Solo necesita que estés tú, presente, dispuesto a recibir lo que el mar te quiera dar. Y en esa aceptación, encontré la perfección que llevaba tanto tiempo buscando.

La Remada Te Encuentra a Ti
La verdad es que uno no encuentra la sesión perfecta. Ella te encuentra a ti. Llega cuando dejás de correr detrás de ella y soltás todas esas expectativas que cargás encima. Llega cuando te abrís al agua, a las olas, a lo impredecible. Y entonces te das cuenta: el mar siempre te estuvo dando lo que necesitabas—solo que no era lo que esperabas.
En Panamá dejé de buscar la remada perfecta, y fue entonces cuando la encontré. No se trataba del mar—se trataba del viaje. De aprender a fluir con su ritmo, aceptar sus caprichos, y encontrar alegría en el paseo. Y en esa entrega, descubrí una versión del paddle mucho más rica que cualquier idea de perfección.
Conclusión
El mito de la sesión perfecta no muere fácil. Pero cuando por fin lo soltás, algo mejor aparece. Ya no se trata de buscar que todo sea ideal. Se trata de abrazar las olas como vienen, aceptar las imperfecciones y encontrar belleza en el trayecto.
Así que si alguna vez estás en Panamá, dejá atrás la persecución. Salí a remar sin planes, sin expectativas. El mar te va a mostrar lo que realmente necesitás—no lo que creías querer. Y ahí es donde ocurre la verdadera magia.